¡¡Bienvenidos!!

Hola soy Elena Lloret López y he creado este bolg sobre noticias literarias para manteneros informados de toda las nuevas noticias del mundo literario. Espero que os guste.

3º Trimestre


EL DÍA EN QUE MURIÓ EL AMOR


Érase una vez un día terrible, en la historia del mundo, en el que el odio, que era el rey de los malos sentimientos, los defectos y las malas virtudes convocó una reunión urgente. Todos los sentimientos malos del mundo y los deseos más perversos del corazón humano, llegaron a esta reunión con curiosidad de saber cuál era su propósito. Cuando ya estaban todos hablo el Odio y dijo:

-Os he reunido aquí a todos porque deseo con todas mis fuerzas matar a alguien.

Los asistentes no se extrañaron mucho pues era el Odio que estaba hablando y a él siempre le gustaba hacer coas malas, sin embargo todos se preguntaban quien sería tan difícil de matar para que el Odio los necesitara a todos.

-Quiero matar al Amor- dijo.

Muchos sonrieron malévolamente pues más que uno le tenía ganas. El primer voluntario fue el Mal Carácter, quien dijo:

-Yo iré, y les aseguro que en un año el Amor habrá muerto, provocare tal discordia y rabia que no lo soportara.

Al cabo de un año se reunieron otra vez y al escuchar lo sucedido quedaron tan decepcionados.

-Lo siento, lo intente todo pero cada vez que yo sembraba la discordia, el Amor la superaba y salía adelante.-dijo el Mal Carácter

Fue entonces cuando muy rápido, se ofreció la Ambición, que haciendo alarde de su poder y dijo:

-En vista de que El Mal Carácter fracaso, iré yo. Desviaré la atención del Amor hacia el deseo por la riqueza y por el poder. Eso nunca lo ignorará.

Y empezó la ambición el ataque hacia su víctima quien, efectivamente cayo herida pero después de luchar por salir adelante renuncio a todo deseo desbordado de poder y triunfó de nuevo. Furioso el Odio, por el fracaso de la Ambición envío a los Celos, quienes burlones y perversos inventaban toda clase de artimañas y situaciones para despistar el amor y herirlo con dudas y sospechas infundadas. Pero el Amor confundido lloró, y pensó, que no quería morir y con valentía y fortaleza se impuso sobre ellos y los venció.
Año tras año, el Odio siguió en su lucha enviando a sus más hirientes compañeros, envío a la Frialdad, al Egoísmo, a la Cantaleta, La Indiferencia, la Pobreza, La Enfermedad y a muchos otros que fracasaron siempre, porque cuando el Amor se sentía desfallecer, tomaba de nuevo fuerza y lo superaba todo.
El Odio convencido de que el Amor era invencible les dijo a los demás:

Ya no hay nada que hacer. El Amor ha soportado todo, llevamos muchos años
insistiendo y no lo logramos.
 De pronto de un rincón del salón se levanto un sentimiento poco conocido y que vestía todo de negro y con un sombrero gigante que caía sobre su rostro. Su aspecto era fúnebre como el de la muerte:

-Yo matare el Amor-dijo con seguridad.

Todos se preguntaron quien era ese que pretendía hacer solo, lo que ninguno había podido.
-De acuerdo, ve y hazlo-dijo El Odio con un tono burlesco

Tan solo había pasado algún tiempo cuando el Odio volvió a llamar a todos los malos sentimientos para comunicarles, que después de mucho esperar, por fin EL AMOR HABIA MUERTO.
Todos estaban felices pero sorprendidos. Entonces el sentimiento del sombrero negro habló:
- Ahí os entrego al Amor totalmente muerto y destrozado- y sin decir más se marchó.
-Espera-dijo el Odio-en tan poco tiempo lo has eliminado por completo, lo desesperaste y no hizo el menor esfuerzo para vivir. ¿Quién eres?

El sentimiento levantó por primera vez su horrible rostro y dijo:

SOY LA RUTINA.


He elegido este cuento porque creo que en los tiempos que vivimos, donde no hay ni un momento para respirar, donde la expresión que más se oye es "estoy estresado". Hay que parar un momento para pensar si de verdad vale la pena dejar pasar nuestra vida...a mí siempre me han dicho que cada momento es único por eso hay que disfrutar todos y cada un de estos momentos, porque son los que luego recordaremos.

Elena Lloret López
GROG EL GIGANTE




Gorg el gigante vivía desde hacía siglos en la Cueva de la Ira. Los gigantes eran seres pacíficos y solitarios hasta que el rey Cío el Terrible les acusó de arruinar las cosechas y ordenó la gran caza de gigantes. Sólo Gorg había sobrevivido, y desde entonces se había convertido en el más feroz de los seres que habían existido nunca; resultaba totalmente invencible y había acabado con cuantos habían tratado de adentrarse en su cueva, sin importar lo valientes o poderosos que fueran.
Muchos reyes posteriores, avergonzados por las acciones de Cío, habían tratado de sellar la paz con Gorg, pero todo había sido en vano, pues su furia y su ira le llevaban a acabar con cuantos humanos veía, sin siquiera escucharles. Y aunque los reyes dejaron tranquilo al gigante, no disminuyó su odio a los humanos, pues muchos aventureros y guerreros llegaban de todas partes tratando de hacerse con el fabuloso tesoro que guardaba la cueva en su interior.
Sin embargo, un día la joven princesa fue mordida por una serpiente de los pantanos, cuyo antídoto tenía una elaboración secreta que sólo los gigantes conocían, así que el rey se vio obligado a suplicar al gigante su ayuda. Envió a sus mejores guerreros y a sus más valientes caballeros con la promesa de casarse con la princesa, pero ni sus mágicos escudos, ni las más poderosas armas, ni las más brillantes armaduras pudieron nada contra la furia del gigante. Finalmente el rey suplicó ayuda a todo el reino: con la promesa de casarse con la princesa, y con la ayuda de los grandes magos, cualquier valiente podía acercarse a la entrada de la cueva, pedir la protección de algún conjuro, y tratar de conseguir la ayuda del gigante.
Muchos lo intentaron armados de mil distintas maneras, protegidos por los más formidables conjuros, desde la Fuerza Prodigiosa a la Invisibilidad, pero todos sucumbieron. Finalmente, un joven músico apareció en la cueva armado sólo con un arpa, haciendo su petición a los magos: "quiero convertirme en una bella flor y tener la voz de un ángel".
Así apareció en el umbral de la cueva una flor de increíble belleza, entonando una preciosa melodía al son del arpa. Al oír tan bella música, tan alejada de las armas y guerreros a que estaba acostumbrado, la ira del gigante fue disminuyendo. La flor siguió cantando mientras se acercaba al gigante, quien terminó tomándola en su mano para escucharla mejor. Y la canción se fue tornando en la historia de una joven princesa a punto de morir, a quien sólo un gigante de buen corazón podría salvar. El gigante, conmovido, escuchaba con emoción, y tanta era su calma y su tranquilidad, que finalmente la flor pudo dejar de cantar, y con voz suave contó la verdadera historia, la necesidad que tenía la princesa de la ayuda del gigante, y los deseos del rey de conseguir una paz justa y durarera.
El gigante, cansado de tantas luchas, viendo que era verdad lo que escuchaba, abandonó su cueva y su ira para curar a la princesa. Y el joven músico, quien además de domar la ira del gigante, conquistó el corazón de la princesa y de todo el reino, se convirtió en el mejor de los reyes.










EL COLECCIONISTA DE SONRISAS


El 26 de agosto de 1990, en la segunda página del ‘The New York Times’, se publicó la fotografía de un atentado producido durante la invasión de Irak a Kuwait. A pocos metros de los cadáveres de un par de civiles, una niña miraba lo que parecía ser una muñeca, mientras que el artículo correspondiente mencionaba a 18 kuwaitíes exiliados, que recordaban a sus más de 500 compatriotas muertos. Y si bien existía una relación entre el texto y la imagen, el rostro de la niña hablaba de otra historia, que no tenía nada que ver con los personajes retratados. Era como si ella hubiese acabado de sonreír hacía un segundo.

Albert O’remor no era corresponsal de guerra, pero a su representante le fue sencillo contactar con el ‘Times’ y venderle los derechos de la fotografía, porque O’remor gozaba de cierto prestigio en el ámbito artístico neoyorquino. Aunque prestigio no es el término más adecuado para definir su posición en ese gremio. Prácticamente no se hablaba de la calidad de su trabajo, sino del tema recurrente que siempre abordó en sus obras, derivando las conversaciones hacia los posibles orígenes de su obsesión, donde las opiniones eran encontradas e iban de lo dramático a lo sublime, pasando incluso por la burla. En lo que sí estaban todos de acuerdo era en que su ‘enfermedad’ era degenerativa. Si no fuese así, por qué otra razón viajó a Kuwait a retratar a esa niña, por qué necesitaba situaciones cada vez más dolorosas para capturar una sonrisa.

Albert O’remor, de madre danesa y padre irlandés, nació en Baltimore, Estados Unidos, en 1958. Ya a sus cuatro años, Albert comenzó a manifestar una especial atracción por las sonrisas ajenas y, con el tiempo, pasó a convertirse en una profunda fascinación, despertando un incontrolable deseo por coleccionarlas. En su octavo cumpleaños, le obsequiaron una ‘Instamatic 133 de Kodak’. Como era de suponer, al comienzo, cualquier sonrisa le valía, mas ese comienzo fue muy breve, porque el mismo día en el que le regalaron la cámara, agotó el carrete con los rostros de los invitados que posaron para él y no pudo ver las imágenes hasta tres semanas después, cuando consiguió ahorrar lo suficiente para revelar los negativos.

Tras esa primera experiencia, se dedicó a sorprender a sus familiares con la intención de obtener sonrisas espontáneas. Los flashes provenían de debajo de una cama, del asiento posterior del coche, de entre las ramas, del armario y de cuanto lugar le sirviese para su cometido. Una vez completado su décimo álbum, volvió a cuestionarse, optando por  incluir a desconocidos. Así lo hizo durante más de una década.

A pesar de aparentar ser un dato irrelevante, antes de proseguir, me gustaría destacar una de las series que formó parte de este período, compuesta por las sonrisas de una hippie que mostraban las distintas variaciones de la expresión con respecto al tipo de droga que ella había consumido. Esta serie -no en ese momento, pero sí cuando reflexionó al respecto- ocasionó que O’remor hiciese una pausa prolongada. Los siguientes dos años no tomó ninguna fotografía, los empleó en clasificar las 16,478 que ya tenía. Fue consciente de que una sonrisa al despertar tenía distintos matices que una al acostarse, que la de su hermano menor era distinta cuando veía a su madre que cuando veía a su padre, que la de su abuelo variaba en el día y no con la edad, que una sonrisa no era más bella por el rostro sino por la sinceridad y que, sin excepción, todos teníamos la capacidad para mostrarla. En ese punto tuvo dos sensaciones. Su colección era bella; sin embargo, no era tan especial. Cualquiera podría tener una como la suya, simplemente era una cuestión de tiempo y dedicación. Se quedó en blanco tres años más.

En 1984, volvió a coger la cámara bajo la siguiente premisa: “Todos podemos sonreír, pero no todos somos iguales”. Se puso a fotografiar a personas famosas. Le duró una semana. Las revistas de un quiosco contenían más de las que él podría conseguir en toda su vida. Se sintió estúpido por haber planteado una premisa tan vulgar. Lanzó otra: “Todos podemos sonreír, pero a unos les cuesta más”. Con el ánimo renovado, retrató a mendigos, minusválidos, a payasos sin disfraz, soldados de guardia y a cuanto estereotipo se le cruzó por la mente. Se dio cuenta de que no era tanto un asunto de personas… y se atrevió a lanzar una tercera: “Todos podemos sonreír, pero hay momentos en que nos es casi imposible hacerlo, porque no nos nace o nos lo prohibimos”.

Albert pasaba las mañanas observando los entierros y, en las noches, hacía guardia en la sección de urgencias de los hospitales. Una que otra vez, para variar la rutina, se asomaba a los incendios y a otras desgracias ocasionales, conducta que fue muy criticada tanto por algunas instituciones sociales como por la mayoría de los artistas neoyorquinos. No obstante, O’remor sostenía, de cara a sí mismo, que una sonrisa, en un momento de tragedia, evitaba que se destrozasen fibras emocionales profundas. Para valorar mejor su perspectiva, es necesario enfatizar que a él le deslumbraban las sonrisas y no las risas (ya sean con gracia o histéricas).  

Unos meses antes de que Irak invadiera Kuwait, Albert O’remor se había instalado en Oriente Medio. Quería saber cómo eran las sonrisas de las personas que vivían en una tragedia constante. Sin duda, su fascinación lo colmó. Eso explica que el día en el que retrató a la niña del ‘Times’, cuando se produjo la explosión seguida de un tiroteo, en lugar de correr, le regaló la muñeca a la niña, para fotografiarla. En medio de esa sesión, una bala lo alcanzó. La pequeña dejó la muñeca y cogió la cámara.

Tras su muerte, se realizó la primera exposición sobre su trabajo. La galería Leo Castelli presentó la “Smile’s Collection”, incluyendo la foto que tomó la niña kuwaití, la única en la que aparecía Albert O’remor.


EL RESCATE DE UN PADRE

Debido a las obras del metro de Barcelona, un pequeño edificio, ubicado en el barrio del Carmelo, se derrumbó antes de que el sol alcanzara su punto más alto, a las 12:35 horas de ayer. La mayor parte de los inquilinos habían ido a trabajar, o a estudiar, o a disfrutar de su suerte. Quedaron dos, Guillermo Serpa Vergallo  y su hija de tres años. Los bomberos acudieron de inmediato. Uno de ellos, Fernando Soto Prescott, revivió las palabras del padre aprisionado al otro lado de los escombros: ‘¿Cuánto tardarán en sacarnos?’. “Unas seis horas”. Serpa le describió el espacio en el que estaban. ‘¿Cuánto tiempo de aire tenemos? No me mienta, por favor’. “Cuatro o cinco horas, pero nos daremos prisa. Todo saldrá bien, tenga fe. Los rescataremos”. Los bomberos, empleando hasta la última gota de sudor de su potencial, se tardaron lo previsto. La alegría fue desbordante al encontrar a la niña con vida. El padre se había quitado la suya unas seis horas antes



LA PRINCESA DE FUEGO

Hubo una vez una princesa increíblemente rica, bella y sabia. Cansada de pretendientes falsos que se acercaban a ella para conseguir sus riquezas, hizo publicar que se casaría con quien le llevase el regalo más valioso, tierno y sincero a la vez. El palacio se llenó de flores y regalos de todos los tipos y colores, de cartas de amor incomparables y de poetas enamorados. Y entre todos aquellos regalos magníficos, descubrió una piedra; una simple y sucia piedra. Intrigada, hizo llamar a quien se la había regalado. A pesar de su curiosidad, mostró estar muy ofendida cuando apareció el joven, y este se explicó diciendo:
- Esa piedra representa lo más valioso que os puedo regalar, princesa: es mi corazón. Y también es sincera, porque aún no es vuestro y es duro como una piedra. Sólo cuando se llene de amor se ablandará y será más tierno que ningún otro.
El joven se marchó tranquilamente, dejando a la princesa sorprendida y atrapada. Quedó tan enamorada que llevaba consigo la piedra a todas partes, y durante meses llenó al joven de regalos y atenciones, pero su corazón seguía siendo duro como la piedra en sus manos. Desanimada, terminó por arrojar la piedra al fuego; al momento vio cómo se deshacía la arena, y de aquella piedra tosca surgía una bella figura de oro. Entonces comprendió que ella misma tendría que ser como el fuego, y transformar cuanto tocaba separando lo inútil de lo importante.
Durante los meses siguientes, la princesa se propuso cambiar en el reino, y como con la piedra, dedicó su vida, su sabiduría y sus riquezas a separar lo inútil de lo importante. Acabó con el lujo, las joyas y los excesos, y las gentes del país tuvieron comida y libros. Cuantos trataban con la princesa salían encantados por su carácter y cercanía, y su sola prensencia transmitía tal calor humano y pasión por cuanto hacía, que comenzaron a llamarla cariñosamente "La princesa de fuego".
Y como con la piedra, su fuego deshizo la dura corteza del corazón del joven, que tal y como había prometido, resultó ser tan tierno y justo que hizo feliz a la princesa hasta el fin de sus días.


LÍO EN LA CLASE DE CIENCIAS


El profesor de ciencias, Don Estudiete, había pedido a sus alumnos que estudiaran algún animal, hicieran una pequeña redacción, y contaran sus conclusiones al resto de la clase. Unos hablaron de los perros, otros de los caballos o los peces, pero el descubrimiento más interesante fue el de la pequeña Sofía:
- He descubierto que las moscas son unas gruñonas histéricas - dijo segurísima.
Todos sonrieron, esperando que continuara. Entonces Sofía siguió contando:
- Estuve observado una mosca en mi casa durante dos horas. Cuando volaba tranquilamente, todo iba bien, pero en cuanto encontraba algún cristal, la mosca empezaba a zumbar. Siempre había creido que ese ruido lo hacían con las alas, pero no. Con los prismáticos de mi papá miré de cerca y vi que lo que hacía era gruñir y protestar: se ponía tan histérica, que era incapaz de cruzar una ventana, y se daba de golpes una y otra vez: ¡pom!, ¡pom!, ¡pom!. Si sólo hubiera mirado a la mariposa que pasaba a su lado, habría visto que había un hueco en la ventana... la mariposa incluso trató de hablarle y ayudarle, pero nada, allí seguía protestando y gruñendo.
Don Estudiete les explicó divertido que aquella forma de actuar no tenía tanto que ver con los enfados, sino que era un ejemplo de los distintos niveles de inteligencia y reflexión que tenían los animales, y acordaron llevar al día siguiente una lista con los animales ordenados por su nivel de inteligencia...
Y así fue como se armó el gran lío de la clase de ciencias, cuando un montón de papás protestaron porque sus hijos... ¡¡les habían puesto entre los menos inteligentes de los animales!! según los niños, porque no hacían más que protestar, y no escuchaban a nadie.
Y aunque Don Estudiete tuvo que hacer muchas aclaraciones y calmar unos cuantos padres, aquello sirvió para que algunos se dieran cuenta de que por muy listos que fueran, muchas veces se comportaban de forma bastante poco inteligen